
Sin embargo, semejante liberación no se había realizado espontáneamente.
Sabía, en el fondo, cuánto me había costado abandonar el ambiente doméstico, soportar la incomprensión de la esposa y las divergencias de los amados hijos.
Tenía la certeza de que en la gran transición, amigos espirituales abnegados y poderosos me habían auxiliado el alma pobre e imperfecta.
Antes, la inquietud relacionada con mi compañera torturaba mi corazón incesantemente; pero ahora, viéndola profundamente identificada con su segundo esposo, no veía otro recurso que buscar diferentes motivos de interés.
Así, en el curso de los acontecimientos, evidentemente sorprendido, observé mi propia transformación.
Experimentaba el júbilo del descubrimiento de mí mismo. Antes, vivía a la manera del caracol marino, segregado en la concha, arrastrándome en el lodo, impermeable a los grandiosos espectáculos de la Naturaleza. Ahora, sin embargo, me convencía de que el dolor actuara en mi construcción mental, a manera de un pesado mazo, cuyos golpes, entonces, no había logrado entender. El mazo había quebrado la concha de antiguos vicios del sentimiento. Me liberaba, exponía mi organismo espiritual al sol de la Bondad Infinita, y comencé a ver más alto, alcanzando larga distancia.
Por primera vez, catalogaba a los adversarios en la categoría de benefactores. Comencé a frecuentar de nuevo el nido de la familia terrestre, no ya como señor del círculo doméstico, sino como el operario que ama el trabajo del taller que la vida le designó. No busqué más en la esposa del mundo a la compañera que no me pudo comprender, y sí a la hermana a quien debería auxiliar, en cuanto estuviese al alcance de mis fuerzas. Me abstuve de encarar al segundo esposo como un intruso que había modificado mis propósitos, para ver tan sólo al hermano que necesitaba el concurso de mis experiencias. No volví a considerar a los hijos como una propiedad mía y sí como compañeros muy queridos, a los cuales me competía extender los beneficios del nuevo conocimiento, amparándolos espiritualmente en la medida de mis posibilidades.
Compelido a destruir mis castillos de exclusivismo injusto, sentí que otro amor se instalaba en mi alma.
Huérfano de afectos terrenales y conforme con los designios superiores que habían trazado diverso rumbo a mi destino, comencé a oír la llamada profunda y divina de la Conciencia Universal.
Solamente ahora, percibía cuán distanciado había vivido de las leyes sublimes que rigen la evolución de las criaturas humanas.
La Naturaleza me recibía con arrebatos de amor. Ahora sus voces eran mucho más elevadas que las de mis intereses aislados. Conquistaba, poco a poco, el júbilo de escucharle las enseñanzas
misteriosas en el gran silencio de
las cosas.
Los elementos más sencillos
adquirían, a mis ojos, extraordinaria
significación. La colonia espiritual, que me acogía generosamente,
revelaba nuevas expresiones de indefinible belleza. El rumor de las alas de un pájaro, el susurro
del viento y la luz del Sol parecían
dirigirse a mi alma, colmándome el pensamiento de prodigiosa
armonía.
La vida espiritual, inexpresable y bella, me abría
sus pórticos resplandecientes. Hasta entonces, había vivido en Nuestro Hogar
como un huésped enfermo en un palacio brillante, tan extremadamente preocupado conmigo mismo, que me tornara
incapaz de notar
deslumbramientos y maravillas.
La
conversación de índole espiritual se me hizo indispensable.
Antiguamente me complacía torturar mi alma con las reminiscencias de la Tierra. Estimaba
las narraciones dramáticas de ciertos compañeros de lucha, recordando mi caso personal
y embriagándome en las perspectivas de asirme nuevamente a la parentela del mundo, valiéndome para ello de lazos inferiores. Pero ahora… había perdido
totalmente la pasión
por los asuntos de orden poco dignos. Las mismas descripciones de los enfermos, en las Cámaras de Rectificación,
me parecían desprovistas de mayor interés. Ya no deseaba informarme de la procedencia de los infelices; no indagaba sobre sus aventuras en las zonas
más bajas. Buscaba a hermanos necesitados. Deseaba saber en qué podía
serles útil.
Identificando esa
profunda transformación, Narcisa
cierto día me dijo:
–André, amigo mío, usted viene haciendo su propia renovación
mental. En tales períodos nos asaltan el corazón extremadas dificultades espirituales. Tenga presente la meditación
en el Evangelio de Jesús.
Sé que usted experimenta intraducible alegría al contacto de la armonía universal, después del abandono
de sus caprichosas creaciones, pero reconozco que, al lado de las rosas del júbilo, enfrentando los nuevos
caminos que se abren
para su esperanza, hay espinas de tedio en las márgenes de las viejas veredas
inferiores que usted
va dejando atrás.
Su corazón es una copa iluminada
por los rayos de la alborada divina,
pero vacía de los sentimientos del mundo, que la llenaron
por siglos consecutivos.
Yo
mismo no podría formular
tan exacta definición de mi estado
espiritual.
Narcisa tenía razón. Suprema alegría me inundaba el espíritu, al lado de inconmensurable sensación de tedio,
en cuanto a las situaciones de
naturaleza inferior. Me sentía liberado de pesados grilletes, pero ya no poseía el hogar, la esposa y
los amados hijos. Regresaba frecuentemente al círculo doméstico y trabajaba allí por el bienestar de todos, pero sin ningún
estímulo. Mi devota amiga había acertado.
Mi corazón muy bien era un cáliz
luminoso, pero vacío.
La definición me había conmovido.
Viendo mis silenciosas lágrimas, Narcisa acentuó:
–Llene su copa en las aguas
eternas de Aquél que es el Donador Divino. Además, André, todos nosotros somos
portadores de la planta del Cristo, en la tierra del corazón. En
períodos como el que usted atraviesa, hay más facilidad para desenvolvernos con éxito, si sabemos
aprovechar las oportunidades. Mientras el espíritu del
hombre se engolfa
en cálculos y raciocinios, el
Evangelio de Jesús no le parece más que un
conjunto de enseñanzas comunes; pero, cuando se le despiertan los
sentimientos superiores, verifica que
a medida que se esfuerza en la edificación de sí mismo,
como instrumento del Padre, las lecciones del Maestro tienen vida propia y revelan expresiones desconocidas para su inteligencia, a medida que se
esfuerza en la edificación de si mismo, como instrumento del Padre.
Cuando crecemos para el Señor, sus enseñanzas
crecen igualmente a nuestros ojos.
¡Vamos a hacer el bien, querido
mío! Llene su cáliz con
el bálsamo del amor
divino. Ya que usted presiente los rayos de la nueva
alborada, ¡camine confiado
hacia el día…!
Y conociendo
mi temperamento de hombre amante del servicio activo, agregó generosamente:
–Usted ha trabajado bastante
aquí en las Cámaras, donde me
preparo –por mi parte– considerando mi futuro próximo
en la carne. Por lo tanto,
no podré acompañarlo, pero creo que usted
debe aprovechar los nuevos cursos de servicio
instalados en el Ministerio de
Comunicaciones. Muchos compañeros nuestros se habilitan
para prestar su concurso
en la Tierra, en los campos
visibles e invisibles al hombre, acompañados, todos ellos, por nobles
instructores. Podría conocer
nuevas experiencias, aprender
mucho y cooperar
con su excelente
acción individual. ¿Por qué no lo intenta?
Antes que
pudiese agradecer el valioso consejo, Narcisa fue
llamada a servir al interior
de las Cámaras, dejándome dominado por esperanzas diferentes de cuantas había
abrigado hasta entonces, con relación a mis tareas.